Nadie es de aquí...
- Ian Poot Franco

- 5 jul
- 4 Min. de lectura
¿Y si te dijera que nadie es de aquí? Nos gusta pensar que sí, que pertenecemos a un lugar por derecho de nacimiento, de historia o de linaje, pero lo cierto es que la pertenencia, tal como la concebimos, es una construcción que cambia con el tiempo y con el poder.
En México, por ejemplo, solemos quejarnos —con razón— de la conquista española. Señalamos cómo llegaron, impusieron su religión, su idioma, su arquitectura y su lógica de mundo. Pero rara vez miramos hacia atrás, hacia lo que pasaba antes de que Colón cruzara el Atlántico. En el Valle de México, antes de los españoles, vivían pueblos como los otomíes, acolhuas, tepanecas… hasta que llegaron los mexicas y los desplazaron. Les impusieron costumbres, formas de gobierno, tributos. Incluso el náhuatl, que hoy muchos romantizan como “la lengua original de México”, fue una lengua impuesta. Fue el idioma del imperio mexica, del poder, de la expansión. El náhuatl fue en su momento lo que el inglés es hoy en el mundo: una lengua dominante que desplazó a muchas otras.

Y no lo menciono para relativizar, sino para entender que la historia es una cadena de movimientos, desplazamientos y dominaciones. Que cuando hoy hablamos de "regresar a los orígenes" muchas veces no sabemos a qué origen nos referimos, porque ese origen, también, fue resultado de una conquista.

Todo esto lo conecto con un tema actual: la gentrificación. En los últimos años, sobre todo en ciudades como la Ciudad de México, Mérida o Oaxaca, el término se ha vuelto parte del discurso cotidiano. Se habla de extranjeros que llegan, compran casas, suben las rentas, transforman barrios enteros. Y sí, es un fenómeno que existe. Pero también es cierto que, en muchos casos, hay una línea delgada entre denunciar la gentrificación y disfrazar la xenofobia de crítica social.
Porque cuando un mexicano se va a Estados Unidos, Europa o Australia en busca de mejores oportunidades, lo celebramos: es el migrante valiente, el luchador, el que triunfa lejos de casa. Pero cuando alguien con pasaporte extranjero viene a invertir en México, automáticamente es sospechoso. Se convierte en el colonizador moderno. En el enemigo. ¿Por qué?
Nos molestamos porque no pagan impuestos. Pero, ¿quién sí los paga? El mexicano que recibe becas del bienestar, que va al hospital público sin pagar nada, que tiene varios hijos en la escuela pública, que se cuelga del diablito, que compra en la economía informal, que no factura, que no contribuye. Y mientras tanto, muchos extranjeros que quizá no pagan impuestos sobre la renta porque no tienen ingresos en México, sí los pagan de otra forma: consumiendo, rentando legalmente, usando servicios formales, generando IVA. Son quienes más veces utilizan la economía formal. Entonces también es un tema de evasión y responsabilidad, y la verdad es que muchos mexicanos tampoco pagan impuestos. Pero eso rara vez se señala. Preferimos resumirlo todo en un odio cómodo, enfocado en el otro, aunque nosotros no estemos haciendo algo distinto.

Yo conozco mexicanos que han comprado
edificios enteros en España. ADO opera rutas de transporte público allá, restaurantes como Chambao —de origen mexicano— están en Madrid y en muchas otras ciudades del mundo, así como aquí la salsa ya no pica. Y no es solo eso: muchas grandes empresas globales tienen detrás sueños y capital mexicano, como Bimbo, que opera en decenas de países. Entonces, ¿por qué nos escandaliza que alguien venga e invierta aquí? El que tiene dinero compra donde quiere y donde puede.
Londres huele a curry porque la migración del sur de Asia transformó su gastronomía y su cultura. Barcelona tiene barrios donde se habla más español con acento argentino que catalán.

¿Eso es gentrificación o migración? ¿Colonización o globalización?
La verdad es que en muchos casos, estamos buscando con lupa al extranjero que se equivoque para ponerlo en la hoguera. Hace poco se viralizó un caso donde un hombre blanco corrió a un trabajador de una banqueta. Las redes sociales lo lincharon por ser gringo, clasista, invasor. Días después se supo que no era extranjero, que simplemente era güero. Pero ya estaba condenado.
Pareciera que más que resolver los problemas estructurales —el acceso a la vivienda, la desigualdad económica, la especulación inmobiliaria— preferimos encontrar un culpable fácil. Y ese culpable, por lo general, habla inglés y es nómada digital.
Además, hay algo que rara vez se menciona: muchas de las colonias que hoy se dicen “gentrificadas” estaban en abandono. La Roma, la Condesa, partes de Mérida… eran zonas deterioradas que revivieron con inversión, no solo extranjera, sino también nacional. Porque no hay que olvidar que para vivir en la Roma hay que tener dinero, y mucho. Muchos de los que viven ahí son mexicanos adinerados. Entonces, ¿a quién le molesta realmente la gentrificación? ¿Al que no puede pagar la renta o al que no quiere compartir su barrio con alguien diferente?
Y en medio de todo esto aparece otra idea: la autenticidad. “Queremos conservar lo nuestro”, se dice. Pero ¿qué es lo nuestro? ¿Qué es lo auténtico?
Los tacos al pastor son shawarma libanés con tortilla. La cochinita pibil no existiría sin el cerdo, que fue traído por los españoles. Las salsas que decimos que ya no pican son parte de una gastronomía en constante evolución. Lo que hoy consideramos tradición es, en muchos casos, una mezcla, una adaptación, una fusión.
Entonces, ¿por qué ahora nos molesta tanto la mezcla? ¿Por qué nos asusta lo nuevo si venimos de siglos de mestizaje, de cruces, de transformaciones?

Claro que la gentrificación tiene consecuencias. Desplaza. Cambia. Desordena. Pero el problema no es el extranjero que llega.
El problema no es el extranjero que llega. El problema es el sistema que permite que todo se venda al mejor postor. El problema es la desigualdad. El problema también es el mexicano abusivo que sube las rentas, que le triplica el precio al menú porque “ya vienen los gringos”, que quiere vender quesadillas en dólares y luego se queja de la gentrificación. El problema es el malinchismo disfrazado de patriotismo selectivo. No es el acento con el que se habla. Nadie es de aquí. Pero todos tenemos derecho a construir el “aquí” que queremos habitar.




Comentarios